Del aplauso genuino a la pauta obligada: el juego de la grieta cultural argentina

Guillermo Francella, guste o no, se ganó el respeto de varias generaciones, no por ser amigo de un ministro o senador, ni por acomodarse en alguna cueva cultural, sino por hacer lo que mejor sabe: entretener a la gente.

Argentina25 de agosto de 2025Augusto MontamatAugusto Montamat
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Hay “artistas” que necesitan del Estado como al aire que respiran. Sin subsidios, sin pauta, sin la mamadera eterna de la teta pública, se derrumban como castillos de naipes mojados. Ahí está Pablo Echarri, ese gladiador del estatismo que, cada vez que abre la boca, más que un actor parece un delegado gremial de la “cultura oficial”. El mismo que, en lugar de confiar en su talento, prefiere llorar porque la industria privada no le financia las sobras de su propio ego. El mismo que desde el 10 de diciembre de 2023 se la pasa buscando micrófonos militantes para quejarse de “la derecha” y criticar las gestiones del actual gobierno nacional, como si eso le pudiera devolver algo de público.

Y, del otro lado, aparece Guillermo Francella. Un tipo que, guste o no, se ganó el respeto de varias generaciones, no por ser amigo de un ministro o senador, ni por acomodarse en alguna cueva cultural, sino por hacer lo que mejor sabe: entretener a la gente. Francella no te baja línea con perspectiva de género ni te sermonea con agendas progresistas; el tipo te cuenta historias. Lo hace con una maestría única e inigualable. Y la gente paga la entrada, hace cola, llena los cines, sube memes, comparte frases. Un artista con todas las letras, que depende de su público, no de la gestión pública de turno. He aquí la principal diferencia.

Por eso la nueva película de Francella, con un guion corrosivo, de tono ácido y punzante, y un humor que incomoda a cualquiera que se sienta representado por el movimiento “woke”, está levantando tanta bilis en los zurdos. Porque rompe el molde del cine subsidiado (que se resume en la lógica que reza “te salva el Estado, no el mercado”) y les recuerda que el talento verdadero no necesita de la billetera estatal para brillar. Les duele que un actor querido, carismático y popular pueda reírse de la corrección política sin pedir perdón a los inquisidores del progresismo bienpensante.

Echarri y Francella son, sin proponérselo, el espejo perfecto de la batalla cultural argentina. El primero representa al estatismo violento, al “merezco que financies mis actuaciones”, a la casta cultural que vive de apropiarse de los impuestos de todos. El segundo encarna al emprendedor artístico, al que se lanza solo, confiando en el aplauso genuino y en que su público lo va a bancar porque realmente lo elige. Uno es el reflejo de un país que se hunde en subsidios inútiles que no son otra cosa que privilegios para algunos y el pago de pauta obligada para otros; el otro, de una Argentina que quiere levantarse con esfuerzo y creatividad.

Por eso los kirchneristas están furiosos: porque Francella no juega en su equipo. Porque el tipo que hacía reír con “Pepe Argento” y emocionó con “El secreto de sus ojos” no necesita pedir permiso para filmar, ni mucho menos para pensar distinto a lo que ordena la dictadura de lo políticamente correcta y sus frágiles defensores fácilmente ofendibles. La verdadera grieta cultural no pasa tanto por los pesos pesados de la política partidaria como Milei versus Cristina, sino más bien por Echarri versus Francella: ciudadanos que dependen del Estado para existir, contra los que confían en la libertad para crear. Y así logran sus triunfos, que no son más que brindar bienes y servicios de mejor calidad a un mejor precio, por los que otros ciudadanos están dispuestos a pagar.

Y como en toda batalla, al final hay una moraleja: los subsidios pueden inflar carreras artificiales, pero el talento genuino siempre termina cobrando la entrada en boletería.

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