Trump, Milei y el fin de una era: del pensamiento vigilado a la libertad de expresión

La discusión sobre la libertad de expresión dejó de ser un debate académico para convertirse en uno de los campos de batalla centrales de nuestra época. Ya no se trata solamente de lo que se dice o se calla, sino de quién tiene el poder de decidirlo. Entre gobiernos que durante años se dedicaron a moldear el discurso público a fuerza de censura, pauta, carpetazos y policía ideológica, la llegada de Donald Trump en Estados Unidos y Javier Milei en Argentina volvió a poner sobre la mesa una pregunta incómoda: ¿somos más libres a la hora de expresarnos, o seguimos atrapados en las mismas estructuras de control disfrazadas de democracia? Porque, más allá del ruido mediático, lo cierto es que ambos liderazgos rompieron un clima cultural que había convertido el silencio en norma y la corrección política en mandato. Y hoy, mientras algunos reaccionan con histeria ante ese cambio, vale la pena analizar si las libertades individuales están retrocediendo o, por primera vez en mucho tiempo, empezamos a recuperar terreno.

11 de noviembre de 2025Augusto MontamatAugusto Montamat
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Hay en este asunto sobre la libertad de expresión una pregunta principal que debemos hacernos, de la cual desprender luego 3 ejes de análisis: ¿la libertad de expresión está mejor o peor hoy en Estados Unidos y en Argentina con las presidenciales de Donald Trump y Javier Milei respectivamente?

El primer eje de análisis vamos a girarlo en torno a la censura tradicional. Pero antes deberíamos definir qué es la libertad de expresión. Hay libertad de expresión allí donde la razón y la voluntad del individuo informan su decir, y este decir puede circular sin coerciones externas. Es decir, para violentar la libertad de expresión hace falta constreñir la voluntad y la razón de un individuo a través de una coerción externa. Y en ese sentido, hay dos maneras tradicionales de coartar la libertad de expresión. Por un lado, prohibir decir algo, y por el otro lado, obligar a decir algo. Son las dos maneras posibles de restringir el libre discurso: “no digas esto”, o, al revés, forzosamente “debés decir esto”.

Empecemos por la primera, “no podés decir esto”: en realidad, ni Milei ni Trump han desencadenado ningún tipo de persecución contra ningún periodista ni contra ningún medio de comunicación, con lo cual eso ya es una gran ventaja si lo comparamos con los gobiernos anteriores, tanto de Estados Unidos como de Argentina. Pensemos por ejemplo en la era Obama, en la que periodistas de Fox como James Rosen eran acosados por los aparatos de inteligencia de los Estados Unidos. Ni hablar en la época Biden: el pueblo norteamericano entero perseguido con la excusa de la pandemia, donde incluso los jerarcas y dueños de las redes sociales le soltaron la mano al Presidente en sus últimos días de gobierno, declarando públicamente que el gobierno norteamericano les obligaba a censurar. Por lo tanto, ya tenemos, ciertamente, un avance en tanto y en cuanto que Trump no ha avanzado contra la libertad de expresión de medios periodísticos. En el caso de Milei, podemos compararlo con su predecesor. El kirchnerismo básicamente usaba dos artificios: el aparato fiscal del Estado para coercionar a determinados periodistas, perseguirlos fiscalmente y destruirlos económicamente, y también los servicios de inteligencia para acosar o presionar a un adversario político mediante la divulgación de información comprometedora en un intento de desacreditarlo o forzarlo a hacer o dejar de hacer algo. Lo que por estos lados llamamos un “carpetazo”.

La otra forma que habíamos mencionado de restringir el libre discurso tiene que ver con obligar a decir algo. En Argentina, todos recordarán, tuvimos durante muchos años una institución que funcionaba como la policía del pensamiento orwelliana, se llamaba INADI: Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (suena todo muy lindo), que te obligaba a repetir una serie de mantras ideológicos alejados de la verdad objetiva con el objeto de moldear los pensamientos de la población, como por ejemplo que las mujeres con pene existen. El politólogo Agustín Laje, de hecho, fue perseguido por esa institución del Estado porque había puesto en un tuit que las mujeres con pene no existían, que eran en todo caso hombres disfrazados. Y esto era terriblemente ofensivo para los hombres disfrazados, imagínense tener que enfrentarse a semejante verdad tan incómoda como esa. Entonces el Estado argentino, a modo de castigo, sometió a Laje a cursos de reeducación en género durante 6 meses para que se instruyera mejor acerca de los eufemismos y el vocabulario progresista reinante, y “aprendiera” a decir “mujeres trans”, “niños trans” y todo este tipo de jerga lobotomizante. El influencer Emanuel Danann tuvo un altercado similar, y muchos varios más también. Lo que hizo el Javier Milei al asumir la presidencia fue, cumpliendo con su promesa de campaña, pasar la motosierra. Fue así que cayó esta policía del pensamiento, que puede traducirse como otro avance en la libertad de expresión.

El segundo eje de análisis que utilizaremos para responder a la pregunta sobre si la libertad de expresión en Argentina y Estados Unidos está más fortalecida ahora que en años anteriores, tiene que ver con su vulneración indirecta a través del financiamiento público de medios y de periodistas. ¿Por qué esto vulneraría la libertad de expresión? En cierta manera, habíamos congeniado que encontramos “libertad de expresión” allí donde la voluntad y la razón del individuo informan el decir. Cuando el dinero del Estado aparece, ya no es la razón ni la voluntad del individuo, sino el dueño de la caja del tesoro público, el que determina qué es lo que se publica y qué no. Pero esta vulneración no sólo corre contra el periodismo, también pesa sobre toda la ciudadanía pagadora de impuestos, porque, al final del día, el dinero del tesoro público sale de los impuestos de la gente, y no toda la gente piensa en los mismos términos que la línea editorial impuesta por el gobierno de turno. Por lo tanto, se está obligando al pueblo a costear, con el fruto de su trabajo, una expresión que, voluntariamente, en el mercado no hubiese pagado por ella. Lo que, en consecuencia, constituye una doble violación indirecta, en este caso, a la libertad de expresión de millones de personas. En este sentido, hay que decirlo: ni Trump ni Milei están usando esos recursos para tales fines. En el caso de este último, hasta se ha avanzado en contra, cortando la famosa pauta estatal; el medio periodístico que quiera sobrevivir, deberá operar bajo la lógica del mercado y buscar interesar a su cliente generando productos y servicios mejores que compitan con sus pares, un cliente que esté dispuesto a pagar por su información o por su opinión. Por eso es que los medios están tan desesperados y muestran todo su odio al país, deseando que el pueblo vuele por mil pedazos: para que regresen los que gobernaron siempre y extrajeron dinero para sufragar la vida de estos otros.

En tercer lugar y último: no sólo estas dos vías de violencia contra la libertad de expresión es lo que ha germinado en los últimos años, sino una todavía más invisible, que es cultural. Ha habido una cultura de la censura pública muy instalada por doquier en todo Occidente, que llevó el título de “cultura de la cancelación”. La idea era que quien sacara los pies del plato de la corrección política iba a perder su trabajo, ser escrachado públicamente, expulsado de la universidad, etc.; o sea, iba a conocer el escarmiento. Y lo que se generó en este contexto de cultura de la cancelación fue lo que la politóloga alemana Noelle-Newmann describió hace varias décadas ya como una “espiral del silencio”. Este mecanismo tiene lugar allí donde hay gente que percibe que su opinión está en minoría y, por lo tanto, se autocensura. No hace falta el concurso de la fuerza del Estado para censurarle, esa persona está dispuesta a auto silenciarse con tal de no desentonar con el clima de opinión hegemónica. Esto fue precisamente lo que Milei rompió en Argentina y Trump rompió en Estados Unidos. Fuimos liberados de la nefasta cultura de la cancelación gracias al ejemplo de que, aún contra toda la prensa y los aparatos masivos de comunicación del sistema, se pueden ganar las elecciones; que aun siendo uno auténtico y genuino, fiel a sus principios y diciendo lo que piensa sin importar el qué dirán, no sólo se puede sobrevivir socialmente sino vencer políticamente. Y, en ese sentido, los estadounidenses están en deuda con Trump, y los argentinos estamos en deuda con Milei.

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