
Mientras el mundo se entretiene con discusiones sobre la semántica de la guerra y la política internacional, un castigo colectivo es ensañado contra un pueblo entero, hace ya décadas.
La lenta agonía cultural de un país que cambió poesía por autotune, guitarras por laptops y rebeldía por subsidios.
ArgentinaAyerEn algún momento, la juventud argentina pasó de enfrentarse a gobiernos asesinos y dictatoriales usando el simbolismo de letras plagadas de metáforas y alegorías con críticas sociales y políticas (“no cuentes lo que viste en los jardines, el sueño acabó. Ya no hay morsas ni tortugas” – Serú Girán) a gritonear con poca ropa y en boliches ruidosos las más altas banalidades materialistas del estilo de “comprame un brillito, la roca más brillosa, dame esa joya, me puse golosa, hoy sos mi sugar, pagala vos” (Lali); de escuchar obras que son mensajes amorosos empapados con sutiles sensualidades cuyas temáticas advierten los peligros de la sexualidad sin límites (“de todo nos salvará este amor, hasta del mal que haya en el placer” - Virus) a envenenarnos las mentes con basura cuasi pornográfica como “le doy por donde hace pipí, por donde hace popó” (Bad Bunny); de canciones que, apoyándose en imágenes poéticas, reconocen el valor de lo exclusivo y el esfuerzo para conquistar un amor (“Cada lágrima de hambre, el más puro néctar. Nada más dulce que el deseo en cadenas” - Soda Stereo) a la promoción del facilismo sexual como único objeto de una relación (“No me la hagas difícil, si esto es easy, yo quiero ser el asiento de tu bici” - Six Sex); de la contemplación profunda y con admiración frente a lo amado (“Que nada toque tu paisaje, amarilla flor” – Spinetta Jade) a la reducción vulgar del deseo en los atributos sexuales (“Dios bendiga esas nalga' suya', a ti no hay quien te sustituya” - Nicky Jam); de la música bailable con contenido sano y festivo, de carácter optimista, como “más allá de toda pena, siento que la vida es buena” (Los Abuelos de la Nada), a la búsqueda del entretenimiento mediante el consumo de drogas, su constante alarde y la dependencia que genera para poder pasar un buen rato (“Dame droga, puta, dame droga, porque estoy desesperado a toda hora, vamo’ a tomarla toda” – Ysy A).
Estos son algunos poquísimos ejemplos, pero que resultan suficientes para evidenciar el enorme contraste que se generó en tan sólo algunas décadas, y que dejan como resultado una sociedad diezmada, desprovista de valores, y abrazada a un consumismo idiota, una hipersexualización temprana, una visión reducida al utilitarismo de las relaciones humanas, vínculos famélicos y el descarte como base para una vida libre de preocupaciones y responsabilidades. Bajo estas características, resulta muy difícil, hasta casi imposible diría, intentar reparar este mundo (o en su defecto construir uno nuevo) sin que cada ladrillo sea también la dinamita que explosiona todo.
Nada es casualidad: los cambios culturales no vienen solos. Igual que la economía, el arte en general, y la música en particular, es un termómetro de la decadencia. En los 80´s y 90’s, una banda de garage podía sobrevivir a base de creatividad como herramienta fundamental, y una sed insaciable por generar algo nuevo, algo distinto que diera reposo a la incontrolable explosión contestataria propia de la rebeldía juvenil. Hoy, un trapero o un reggeatonero se guía más por mediciones de mercado y las tendencias propiciadas por las redes sociales, y en última instancia, sus limitadas aptitudes artísticas reducidas al fraseo veloz de sus líneas con rimas forzadas y plagadas de insultos, referencias a las formas más bajas de vida como lo son las drogas, el sexo desenfrenado y el materialismo como religión, y un conocimiento escaso de la teoría y práctica musical (lo demuestran en los resultados de sus composiciones).
Además, la lógica política se infiltró en el arte: si no estás alineado con el discurso oficial, no hay festival, no hay fomento, no hay gira. Y así como la iniciativa privada fue expulsada de a poco por la presión fiscal y la burocracia, la música independiente fue empujada al sótano por el clientelismo cultural. Al final, sólo sobreviven en la industria aquellos corsarios que prostituyen sus ideas al servicio del pensamiento único direccionado por los gobiernos de turno, que premian a los bucaneros musicales con abultadas sumas provenientes directamente de los bolsillos de los pobres contribuyentes, que son obligados mediante el ejercicio del monopolio de la violencia estatal a financiar festivales “culturales” con la única finalidad de seguir entreteniendo a la plebe con el famoso “pan y circo”, mientras la oscuridad sigue rigiendo en los manejos de las arcas públicas por parte de los funcionarios. El kirchnerismo lo entendió bien: donde antes había rebeldía contra el poder, hoy hay obediencia disfrazada de irreverencia. El rock nacional, que supo ser la banda sonora de la resistencia, mutó en una suerte de personalismos que terminaron siendo tratados como semidioses, tocando en actos oficiales y cobrando como superestrellas pero con factura “C”, y agradeciendo al ministro del momento por la oportunidad.
Musicalmente, cambiamos los acordes de Spinetta por los enganchados de DJ Pablito, la voz ronca y orgánica de Charly por el autotune que suena igual en La Matanza o en Miami, los modismos propios de nuestra tradición y cultura rioplatense por el acento puertorriqueño, la práctica y perfeccionamiento de instrumentos musicales por producciones robotizadas carentes de alma. Políticamente, cambiamos las palabras desafiantes por el discurso cómodo y la falsa desobediencia, la crítica ácida por la consigna vacía y el panfletismo barato. En ambos casos, perdimos mucho más que calidad: perdimos autenticidad, perdimos identidad.
Lo peor es que muchos creen que esto es “evolución”. Pero no: como en la economía, donde confunden emisión con crecimiento, confunden ruido con música. Lo que suena más fuerte no siempre es lo mejor. La ponderación del ritmo por sobre la armonía y la melodía dan como resultado un retroceso de nuestras capacidades cognitivas hacia los tiempos de las cavernas, cuando lo máximo a lo que podíamos aspirar era la percusión de herramientas y tarareos bobos.
Si la cultura es un espejo, el nuestro está roto. Y mientras nos distraemos bailando letras recicladas que parecieran no poder escapar de un loop monotemático de casi dos décadas de duración, el poder sigue afinando su partitura. La izquierda lo sabe: un pueblo que canta sin pensar es más fácil de manejar que uno que canta para despertar.
La música argentina no murió sola: la matamos entre todos, pero el progresismo idiota y su pack de ideologías berretas cavó la fosa y cobró entrada. No es que se nos haya acabado la música, más bien dejamos que nos la afinen desde el Estado. Y cuando eso pasa, no nos queda otra que vivir de la nostalgia; cuando eso pasa, el silencio es lo único que suena bien.
Mientras el mundo se entretiene con discusiones sobre la semántica de la guerra y la política internacional, un castigo colectivo es ensañado contra un pueblo entero, hace ya décadas.
La lenta agonía cultural de un país que cambió poesía por autotune, guitarras por laptops y rebeldía por subsidios.
La voracidad fiscal del peronismo cordobés contra el progreso productivo.