Nombrar el hambre donde hay silencio

Mientras el mundo se entretiene con discusiones sobre la semántica de la guerra y la política internacional, un castigo colectivo es ensañado contra un pueblo entero, hace ya décadas.

Internacional12 de agosto de 2025Lucrezia BonaccorsoLucrezia Bonaccorso
Gaza

En un siglo de hiper virtualidad, en el que los medios instantáneos de comunicación están al alcance del bolsillo, el eco de los bombardeos se volvió parte del ruido cotidiano de la sociedad actual. Pero desde la Franja de Gaza llega otro sonido, más persistente y cruel: el aullido del hambre. Mientras el mundo se entretiene con discusiones sobre la semántica de la guerra y la política internacional, un castigo colectivo es ensañado contra un pueblo entero, hace ya décadas. No es únicamente el peso de las bombas; es la construcción deliberada de una hambruna que, por sí sola, debería ser motivo de escándalo global.

Lo que ocurre en Gaza no es un accidente ni una consecuencia inevitable de la guerra. Es una crisis humanitaria planificada y sostenida, resultado directo de políticas de hostigamiento ejercidas por el Estado de Israel. La Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA) advirtió que los 2,2 millones de habitantes de la Franja atraviesan niveles críticos de inseguridad alimentaria. Según la Iniciativa de Clasificación Integrada de la Seguridad Alimentaria (IPC), más de 1,1 millones de personas están en fase 5: el grado máximo de hambruna.

Entre las ruinas de esta ciudad sufrida, la ausencia de comida mata más que las balas. El ingreso de la ayuda es controlado, reducido y atrasado hasta volverse insuficiente. La destrucción de infraestructura y la imposibilidad de acceso a zonas clave multiplican la desesperación. Joseph Borrell, Alto Representante de la Unión Europea, expresó: “La hambruna se usa como un arma de guerra”. Si las evidencias son tan claras y las voces oficiales empiezan a reconocerlo, ¿por qué la respuesta internacional sigue siendo de una extrema timidez?

La ONU y otras instituciones, atrapadas entre vetos y presiones políticas, ven sus resoluciones bloqueadas y su capacidad operativa debilitada. La suspensión de la financiación a la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA), por acusaciones no probadas, erosionó aún más la respuesta humanitaria. Todo esto no hace más que evidenciar un sistema internacional que parece incapaz, o poco dispuesto, a frenar la espiral de violencia.

Pero la crítica no puede limitarse a los gobiernos e instituciones. También nos interpela a nosotros. ¿Qué hacemos con las imágenes de niños con cuerpos consumidos y familias enteras en espera por migajas? El genocidio no se reduce solamente a la matanza masiva: es también la negación sistemática de las condiciones básicas para vivir. Lo estamos presenciando en tiempo real, en la era de la inmediatez y la tecnología, con los datos al alcance del bolsillo.

Permitir que la historia registre que la generación más informada miró hacia otro lado ante la masacre y ocupación de un pueblo entero sería una derrota humanitaria de enormes proporciones. En un tiempo en el que sobran los gestos de corrección política, las poses performáticas de una falsa inclusión y un respeto de cristal, callar frente a la violencia explícita por temor a romper consensos intelectuales y discursivos es un acto de cobardía absoluta.

En medio de esta oscuridad, la voz de Alaa AlQaisi, traducida por la revista Anfibia, quiebra la estadística y nos devuelve un rostro personificado de la tragedia: “Aquí los niños continúan envejeciendo sin jamás crecer. Los ancianos hablan del pan de la manera en la que otros hablan de amores perdidos. (…) Para nosotros que lo vivimos, no hay final, solamente la posibilidad que se aleja con cada día de silencio”.

Ese testimonio no es relato: es persistencia. Es la constatación de que el hambre no sólo destruye cuerpos; también corroe el lenguaje, devasta el pensamiento y deja, como dice Alaa, “escombros frágiles” en el lugar donde había sueños.

No debemos permitirnos habitar la naturalización del genocidio. Ni llamar “daños colaterales” a mecanismos ejecutados con precisión y un solo objetivo: arrasarlo todo. Gaza nombra el hambre. Lo nombra para no desaparecer en el silencio que deja la catástrofe, la pérdida. Nosotros, que lo escuchamos —y observamos— desde la distancia, tenemos la obligación de repetir ese nombre hasta que deje de ser necesario. La dignidad es parte fundamental del ser humano y es un deber protegerla. Porque no hay un mundo posible ni mejor ante la indignación y horrorización selectiva, ni ante la violencia que no tiene fin.

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